El autor se declara espectador afortunado de la gloria de su hija, hacedora de universos, transformadora de vidas. Amaia llega para recordar a sus padres que habita en un tiempo sin tiempo, un espacio inalcanzable y mítico en el que sólo tienen cabida las cosas más majestuosas e inenarrables.
El ser diminuto y sencillo que apenas conoce el mundo es ajena y distante, y al mismo tiempo poderosa, familiar y antigua. Con su poética, Lecumberri señala que este nacimiento conjuga el infinito con la carne perecedera de los seres humanos, la oportunidad de conectar con lo mágico que hemos perdido.
Prólogo Adriana Dorantes/ Poema José Miguel Lecumberri
Ciudad de México, 28 de diciembre (BarbasPoéticas).- ¿Qué es lo que inspira al padre a escribir sobre su hija en sus primeros años de vida? De todas las respuestas posibles, Lecumberri opta por la más simple y la más sincera: la belleza y la grandiosidad.
En Amaia se conjunta, en perfecta dicotomía, el ser diminuto y sencillo que apenas conoce el mundo, con otro indescriptible, sabio y majestuoso. Amaia es, al mismo tiempo, ajena y distante, también poderosa, familiar y antigua. Amaia llega para recordar a sus padres que habita en un tiempo sin tiempo, un espacio inalcanzable y mítico en el que sólo tienen cabida las cosas más majestuosas e inenarrables.
Lecumberri escribe varios poemas, todos con el mismo título: Amaia, pero no por ello intercambiables. Su poética tiene un principio y un fin perfectamente definidos y, entre medio, intercala una serie de episodios y revelaciones que desentrañan, poco a poco y desde distintas perspectivas, los vericuetos y variantes de sus cantos y deseos. Y cada verso tiene la cadencia y las palabras exactas, la mezcla idónea de estampa de vida y conmoción auténtica.
Para Lecumberri, tener un hijo es la manera de conjuntar el infinito con la carne perecedera de los seres humanos, es la oportunidad más directa de entrar en contacto con lo mágico que éramos y que hemos perdido, y con esa parte que nos habita pero que permanece soterrada. Es cierto que en los hijos existe la huella ineludible de los padres. Mas esta obra no se queda en la descripción ni en la simple añoranza; no cae en una ternura comprensible sólo para los que ya son padres, ni en una retahíla de lugares comunes de ese amor inconmensurable que lucha por hacerse palabra. Lecumberri logra que sus poemas lleven al lector a una vuelta de tuerca frente a lo comúnmente predispuesto.
Se dice que todos los padres tienen rasgos en común que los sostienen, por ejemplo, la certeza de querer estar con sus hijos hasta el fin de los tiempos, no separarse de ellos, cuidarlos, sobre todo en su más indefensa niñez, protegerlos de cualquier mal que pudiera acecharlos. La forma en que Lecumberri enuncia estos deseos universales rompe paradigmas, quiebra incluso algunos cimientos. El primer poema es evidencia de esto: no comienza con la expectativa ni con la esperanza.
Al contrario, es una sentencia desgarradora. Amaia existirá en el mundo, en algún momento tal en que el padre ya no esté con ella. Los días y las cosas que reciban la luz de Amaia no serán los días y las cosas en que su padre siga presente a su lado. La decisión de comenzar su obra con un canto a la muerte comprueba que Lecumberri no es un idealista de lo imposible. Sabe que Amaia es en sí misma un poder inmenso, pero no elude la certeza de la finitud de la existencia.
Conforme avanza la obra se dejan asomar otros intentos por romper ideas preestablecidas. Amaia no es un ser sagrado ni puro, ni producto de padres ejemplares: se dice que desciende de las esmeraldas de Lucifer. Amaia y su madre son seres que han nacido de las tinieblas, mas esto no es en absoluto malo; el padre mismo se refiere a ellas como ángeles preciosos del infierno, y su belleza sigue prevaleciendo sobre todas las demás categorías posibles.
Este libro no busca quedar bien con nada más que con su propia poética, y desea ser congruente con sus propias reglas. Al final, entre la penumbra que se abraza de forma constante, Amaia es esperanza y luz.
Un hijo, nos quiere decir el poeta, es siempre un instante de magia que permite olvidar el mundo y regresar al tiempo sin tiempo. Haber concebido a Amaia y ser testigo de su sola existencia es ya un momento de pausa ante el trajinar mundano que corroe todo lo que toca y gira sin piedad absorbiendo a los seres en la monotonía, el hastío y la tristeza. Amaia es un arcoíris que surge en medio del pantano, una fuerza prófuga que sosiega los embates de la realidad.
El último poema cierra el círculo de vida que abrió el primero. Al comienzo, el autor cantó por la muerte y el vacío, ahora, después del recorrido por las distintas fases de Amaia, regresa a la idea de la separación dolorosa; en este momento le habla a la recién nacida, instalado en el tiempo presente en que se han escrito estos poemas. El poeta se dirige por unos breves instantes a Amaia, la pequeña y frágil recién aparecida en la Tierra, para de nueva cuenta elevarla al ser ultrapoderoso capaz de sanar cualquier catástrofe y apaciguar cualquier sufrimiento.
Lecumberri se declara espectador afortunado de la gloria de su hija, y ha escrito estos poemas, quizá, para no olvidar que en ella, hacedora de universos, transformadora de vidas, está la posibilidad de evadir la realidad y recordar que existe algo por lo que es fácil renacer las veces que sean necesarias. Esta convicción ha sido el motor que ha llevado a su pluma a cantar la existencia:
los días y las cosas
recibirán tu luz
cuando restos
de mañanas perdidas
y ceniza de silencios
hayan disipado mi rostro
como si nuestras historias
entre risas de orquídeas nómadas
sintieran el olvido en la palabra siempre
sintieran el morir en la palabra corazón
los días y las horas
enumeradas al borde de mi fantasma
acomodarán en inciertas estatuas
nuestros nombres
pero no debes
amor
levantar la rama muerta
con su bosque de sangre
y todo aquello que fuimos del barro
cuando los días y las horas
pidan refugio en tu belleza
y ya no esté para leerte los astros
vencida en los frutos
de tus árboles
nuestra propia revelación
socorrerá la inocencia y el destino
pues tuyas son las aguas
que conducen a la boca del tiempo
y los días y las cosas
no serán sino tu luz
y aunque tenga los ojos muertos
tu luz
siempre mediodía
eternamente nueva me encontrará
debajo de unas hojas
que ni los ángeles se atreven a retirar
si no es con tu amparo
y los días y las horas
que caigan de mi piel
como pétalos de una sombra
enteramente negra
tendrán por tu sola imagen
al colibrí en llamas de tu reflejo
y dirán que el alba nace en tu frente
que tu nombre
es un jardín de sueños
donde florecen amatistas
la luz que habito
es la luz que eres
como una ofrenda de la eternidad
a este frágil montón de células
que llamas papá